martes, 6 de mayo de 2008

David Ibarra, La oposición de la elite a tributar


Desde México, un revelador informe de David Ibarra sobre la problemática fiscal de tan medular país.




La hacienda famélica
Por David Ibarra

Pocos asuntos son tan evidentes y urgentes en la agenda mexicana como la necesidad de una reforma fiscal que incremente los ingresos del Estado. Sin embargo, desde hace al menos tres décadas todo intento por ampliar la recaudación ha encontrado serias resistencias que se han traducido en precariedad de las finanzas públicas y en debilidad del Estado mexicano. El doctor Agustín Carstens, secretario de Hacienda de México, ofrece a nuestros lectores los porqués de la propuesta de reforma que el ejecutivo ha presentado al Congreso y explica cómo la solución óptima para la sociedad no pasa, necesariamente, por atender a los intereses particulares de los actores en la discusión fiscal. Para enriquecer esta entrega, el maestro David Ibarra, ex secretario de Hacienda, ofrece un enfoque crítico de la cuestión fiscal en el país.

Antecedentes

Son diversos y complejos los factores que determinan la configuración de los sistemas tributarios. Una influencia importante deviene de las responsabilidades sociales, de inversión y, en general, de gasto asumidas por cada Estado. Los compromisos pueden originarse en consensos democráticos o en disposiciones de carácter autocrático o jerárquico.

Aunque las dimensiones de las economías estatales difieren sustancialmente entre países, todas han tendido a crecer durante el último siglo, si se exceptúan años muy recientes. El fenómeno se relaciona con el afianzamiento de los nexos entre legitimidad gubernamental y participación activa de los ciudadanos y de sus grandes mayorías en los asuntos públicos, reflejo del avance de la democracia y de la justicia social.

En Europa, con un amplio Estado benefactor, el gasto gubernamental es mayor al de otros países sin esa característica. Tal razón obliga a las naciones europeas a descansar en un triple pilar recaudatorio: los gravámenes directos, la imposición indirecta y los aportes a la seguridad social. Otros Estados con menores responsabilidades consensuales se apoyan en el primero y el último de los pilares señalados. Así, el grueso de las recaudaciones norteamericanas descansa en los impuestos a la renta y en las contribuciones a la seguridad social, en tanto los tributos sobre el consumo tienen cobertura limitada a las entidades federativas.

Desde luego, también las vicisitudes históricopolíticas, las demandas del desarrollo y las capacidades innovativas o de negociación política dentro de los países influyen para imprimir matices específicos a los regímenes tributarios. El Impuesto Sobre la Renta se hace ley en Inglaterra (a mediados del siglo XIX) cuando el Partido Liberal, amante de la supresión de fronteras, quita los gravámenes al comercio exterior y ha de compensarlos con una fuente supletoria de ingresos. En Estados Unidos la oposición legislativa a establecer impuestos a la propiedad y al consumo, determinó la creación del Impuesto a la Renta a fin de cubrir los gastos de la guerra civil, sistema que años después habría de perfeccionar Woodrow Wilson, como fuente de poder contrabalanceador de la riqueza corporativa.1

En México, la necesidad imperiosa de poner orden y modernizar a las finanzas públicas al triunfo de la Revolución, conduce a establecer el “Impuesto del Centenario” en 1921 que luego se perfecciona en 1924 con la expedición de la Ley del Impuesto Sobre la Renta (1924). A esas disposiciones siguieron el gravamen sobre los dividendos (1941), el de las “utilidades excedentes” (1948) y el Impuesto Sobre Ingresos Mercantiles (1948). La política tributaria de la época a la par de atenuar la dependencia de los impuestos al comercio exterior, se concebía como instrumento al servicio del fomento de la producción nacional, la inversión pública y la satisfacción de metas sociales redistributivas, es decir, metas asociadas al progreso deliberado y equitativo como responsabilidad del Estado.2

A fines de la década de los setenta se establece el Impuesto al Valor Agregado y se implanta un régimen tributario único en todo el país. Los propósitos que se persiguen fueron múltiples. De un lado, simplificar los regímenes impositivos, cancelando alrededor de 30 impuestos federales y varios cientos de gravámenes locales que tornaban costoso y difícil el cumplimiento de las obligaciones fiscales y multiplicaban los trámites burocráticos. Se trató por igual de remplazar el tributo en cascada del Impuesto Sobre Ingresos Mercantiles por un sistema más moderno, menos inflacionario y más equitativo. Al propio tiempo, se intentó reducir a términos razonables exenciones estatales exageradas con que procuraban atraer inversionistas a sus territorios. En tercer lugar, se aseguró y despolitizó el ingreso de entidades federativas y municipios, mediante reglas consensuadas sobre la distribución de la bolsa fiscal conjunta, naturalmente sujetas a revisiones periódicas. Esa reforma fiscal no tuvo efectos regresivos en el sistema tributario ya que sustituyó al Impuesto Sobre Ingresos Mercantiles con características todavía más acusadas en tal sentido y porque se elevaron o mantuvieron altas las tarifas máximas del Impuesto a la Renta de personas (55%) y corporaciones (más del 40%).

En términos generales, los países en desarrollo están obligados a instaurar sistemas impositivos semejantes a los europeos, aunque por razones algo distintas. En México y muchas naciones latinoamericanas se requiere un esfuerzo tributario múltiple, no porque el Estado de bienestar se encuentre muy avanzado, sino por el triple imperativo de reforzarlo, de impulsar simultáneamente la formación de capital, sobre todo en infraestructura humana y física, a fin de cerrar la brecha del atraso y de crear condiciones sociales tolerablemente equitativas.

Sea como sea, todo sistema tributario —desde la arbitrariedad de los monarcas, hasta los mecanismos postmodernos del neoliberalismo— es producto de acomodos entre fuerzas políticas e intereses encontrados, más que responder a verdades económicas incontrovertibles. Por eso, los regímenes impositivos, sin dejar de estar marcados en distinto grado por consideraciones de teoría económica, moral o política —y ahora por las tesis de los organismos internacionales—, revisten diversidad significativa de país a país.

Tal hecho, unido a otros factores, desvirtúa la tesis ideológica de que los inversionistas internacionales hacen una especie de arbitraje al decidir la ubicación de sus proyectos y recursos en función de los tributos diferenciales a cubrir. No sólo hay gran variedad en las cargas impositivas totales —relación entre ingresos fiscales y producto—, sino en el peso relativo de los distintos impuestos, en las tasas, en su progresividad o regresividad, en la variedad de gravámenes generales o locales, en las exenciones o subvenciones. Tómese el caso de las recaudaciones del Impuesto a la Renta a las empresas que refleja en alto grado la dispersión de las tasas impositivas: en Noruega contribuye (2004) con el 23% de las recaudaciones fiscales, el 18% en Australia, el 14% en Japón, el 4.5% en Alemania, el 5.4% en Austria.

La tributación en México

En el lapso que media entre 1982 y 2006, los gobiernos mexicanos no han acertado en concebir e instrumentar una reforma impositiva congruente con los enormes cambios implantados por la globalización y en las estrategias socioeconómicas nacionales. Los ajustes adaptativos han revestido un carácter pasivo y carente de equidad. Así, se eliminan de tajo los tributos al comercio exterior, se desgravan las regalías e intereses de las remesas al exterior y se reducen los impuestos directos, buscándose compensar las pérdidas fiscales con gravámenes indirectos y, a corto plazo, hasta con recursos de las privatizaciones que acentúan las desigualdades verticales del régimen tributario.

El estrangulamiento resultante de las finanzas públicas es grave. Hoy les impide satisfacer muchas de sus funciones básicas, como serían: alentar el desarrollo, instrumentar políticas anticíclicas, frenar el ahondamiento de los déficit sociales, ofertar bienes públicos. Esto es, financiar erogaciones que validan los pactos políticos básicos. Cabe entonces indagar por qué causas estructurales las recaudaciones son magras y crecen poco, mientras las necesidades de gasto se acrecientan exponencialmente. Una primera razón se asocia a la caída en el ritmo del crecimiento económico, atribuible al reacomodo neoliberal. La expansión del producto y, en consecuencia, la de los ingresos impositivos se ha reducido a la mitad entre 1950-1980 y 1980-2006. De haberse sostenido el ascenso de la producción del primer periodo, hoy las recaudaciones se habrían duplicado con creces, atenuando muchas de las presiones sobre el gasto público.

En parte por esa razón y por otros factores históricos y demográficos, las bases de contribuyentes son reducidas, mientras los costos de cobranza y la evasión son altos. Así, suele ocurrir cuando el 40% de los causantes es pobre, cuando los trabajadores informales ascienden a casi la mitad de la fuerza de trabajo, cuando más del 85% de los establecimientos productivos está compuesto por negocios pequeños o pequeñísimos y cuando el 50% o más de los amparos elevados a la Suprema Corte de Justicia constituyen litigios fiscales de las elites económicas, muchos de ellos con el propósito de validar la elusión impositiva. De su lado, el envejecimiento de la población ha acrecentado las cargas en materia de salud y de pensiones que han de sufragar el gobierno y las empresas públicas, mientras la insuficiencia de empleos agrava el problema del estancamiento del número de cotizantes de las instituciones de seguridad social e impide el aprovechamiento del bono demográfico.

Además, el sector exportador, asentado en la maquila, núcleo central de la nueva estrategia de desarrollo, tributa poco. De un lado, su especialización en ventas foráneas lo exime de cubrir el IVA. Por otro, la ausencia de acuerdos con las maquiladoras extranjeras hace que apenas contribuyan al Impuesto Sobre la Renta.

A los factores estructurales mencionados se añaden otros hechos originados en las “adecuaciones fiscales”. Con deliberación ideológica se ha abatido la elasticidad del sistema impositivo —esto es, su capacidad de recaudar por encima del ascenso del producto— al reducir los escalones de la progresividad y al comprimir las tasas del Impuesto Sobre la Renta a personas y empresas. Las tasas máximas eran del 55% y 40% en 1979, frente al nivel homologado del 29% en 2006 (28% en 2007). La elasticidad de largo plazo del Impuesto Sobre la Renta —muy inferior a la de corto plazo— es de 1.40. Es decir, las recaudaciones tenderían a crecer 40% más que el incremento del producto.3

En justificación a dichas desgravaciones —valga repetir— suele aducirse que las empresas extranjeras determinan sus decisiones de inversión en función del arbitraje fiscal. Basta examinar las realidades del mundo para despejar tal inquietud. Las diferencias entre los sistemas impositivos son enormes y cambiantes y, por tanto, hacen muy difícil su comparación;4 el 75-80% de los flujos de la inversión transfronteriza se realiza entre los países desarrollados donde privan los mayores gravámenes a la renta. A mayor abundamiento, si México fuese un país de tributación alta —que está lejos de serlo— las empresas transnacionales tendrían amplia latitud para situar sus utilidades donde les plazca por la vía irregulada del manejo de los precios de transferencia. En suma, el sistema impositivo es uno de los factores —y no el más importante— en las decisiones sobre la ubicación de la inversión extranjera. Mucho más significativos son el tamaño y el dinamismo del mercado, la infraestructura, los servicios disponibles, como lo demuestran palmariamente los casos de China y Brasil, en un sentido, y los de Singapur e Irlanda, en otro.

Otro mito, semejante al arbitraje fiscal, con respecto a los flujos de inversión extranjera, ha tomado carta de naturalización. Se trata del criterio de que el sistema impositivo no debe perseguir fines redistributivos, que tal función corresponde en exclusiva al gasto público. Sin negar el papel decisivo del gasto en materia de equidad social, basta examinar las diferencias distributivas antes y después de impuestos para darse cuenta de la falsedad del aserto. Según el Banco Mundial, el coeficiente de Gini —que fluctúa de 1 a 0 a medida que la distribución del ingreso mejora— se ha movido antes de impuestos y después de impuestos y de transferencias financiadas con estos últimos en forma por demás sustantiva en el grueso de los países industriales. De 0.47 a 0.34 en Estados Unidos, de 0.43 a 0.28 en Alemania, de 0.49 a 0.24 en Dinamarca y de 0.47 a 0.34 en España.5

Quiérase o no, el escollo fundamental a la reforma fiscal es político. Nace de la recia oposición de la elite nacional —y también extranjera— a tributar, tanto como de la falta de audacia republicana o de la sujeción de los partidos políticos a los poderes fácticos. Las altas utilidades de los últimos tres quinquenios no se han traducido en más impuestos o mayor inversión, ni siquiera en mayores salarios reales. A nombre de la eficiencia y de los apremios presupuestales se han dilapidado cuantiosos activos provenientes de la venta de empresas gubernamentales, sea para frenar la modernización del sistema tributario o aliviar, sin resolver, el estrangulamiento externo de pagos.

En igual sentido, la postura de las elites, unida a criterios ideológicos del neoliberalismo, han concurrido a la expoliación de Pemex, a cambio de frenar una reforma fiscal razonable. Antes de impuestos, Pemex registra cuantiosas utilidades y pérdidas —que evaporan el grueso de su capital social— después de cubrir los gravámenes fiscales. De ese modo destructivo se les fuerza a aportar entre el 30% y el 40% de los ingresos del sector público presupuestario.6 Sin embargo, nada se dice sobre este problema en el paquete de iniciativas tributarias.

La comparación de la situación impositiva de México en relación a otros países resulta muy desfavorable. México ocupa el último lugar en recaudaciones fiscales de todo tipo (19% del producto) de los miembros de la OCDE frente al promedio de la propia OCDE (36%), de Estados Unidos (25.5%) o de Turquía (31.3%). Las estadísticas del Fondo Monetario Internacional confirman el aserto, situando a nuestro país en el vagón de cola de los ingresos gubernamentales.7

La historia se repite cuando se comparan los gravámenes directos (renta, utilidades, ganancias de capital). Aquí se tiene apenas una carga del 4.7% del producto (2004) —del cual menos del 50% lo aportan las empresas— que compara desfavorablemente con la de Estados Unidos (11.1%), Canadá (15.5%), Noruega (20.5%), Turquía (6.9%) o Brasil (14.7%).8 Y lo mismo ocurre en materia de contribuciones a la seguridad social o los gravámenes a la propiedad.9

En contraste, los impuestos indirectos sobre bienes y servicios (valor agregado, venta y transferencia de activos, IEPS, impuestos especiales a la venta, impuestos al comercio exterior) representan el 55.5% de las recaudaciones mexicanas (más del doble del aporte de los gravámenes a la renta: 24.6%) frente al 32.3% de la media de la OCDE o el 22.5% en Brasil.

Campañas ideológico-publicitarias de los últimos tres sexenios han procurado moldear la opinión pública en el sentido de que la reforma estructural consiste irremediablemente en ampliar la base del IVA, gravando alimentos o medicinas, con el argumento de que los estratos de alto ingreso pagarían más —porque consumen más— respecto a los grupos de los menos favorecidos, aunque éstos resentirían una pérdida mucho mayor en su magra capacidad adquisitiva.

En los hechos, los cambios posibles y sus combinaciones al régimen tributario son múltiples y están en función de los objetivos que se persigan. Entre las variantes estarían la creación o alteración de uno o varios de los siguientes gravámenes con efectos muy disímbolos sobre la economía y los ciudadanos: impuesto progresivo al consumo, impuesto a las transacciones financieras, impuestos especiales a ciertos productos (bebidas alcohólicas, tabaco, refrescos, automóviles), impuesto a las ganancias de capital, impuesto a la propiedad o a las herencias, generalización del IVA, contribuciones a la seguridad social, impuestos sobre servicios, restablecimiento de la progresividad del Impuesto Sobre la Renta, supresión de los regímenes especiales o modificación de las subvenciones y subsidios.10 También existe el expediente de trasvasar a las entidades federativas, responsabilidades tributarias y costos políticos.

El proyecto de reforma

Las dudas sobre el contenido de la reforma fiscal se han despejado al presentar el ejecutivo un proyecto de ley ante el Congreso de la Unión. El meollo de la propuesta gira en torno al gravamen denominado Contribución Empresarial a Tasa Unica (CETU), a la que ceñiré mis comentarios. Entre un número grande de posibles combinaciones impositivas con mayores o menores ingredientes de equidad y eficiencia recaudatoria, se ha tomado una solución que pone la carga en los consumidores sin distinguir su capacidad a tributar. El CETU grava lo que el Congreso de la Unión había rechazado con antelación: alimentos y medicinas (IVA), compensaciones a los trabajadores (Renta), contribuciones a la seguridad social. El CETU es en esencia otra versión de IVA o del proyecto norteamericano de flat tax que abierta o disimuladamente se orienta a sustituir el Impuesto Sobre la Renta por un gravamen indirecto.

En Estados Unidos la situación es algo distinta a la nuestra, en tanto que no existe un equivalente federal al IVA.

Ahí las propuestas del flat tax buscan remplazar en algún grado el gravamen sobre la renta en un país que carece de un impuesto federal al consumo en aras de la simplificación administrativa y de restar progresividad al sistema impositivo. En México esa iniciativa multiplicaría desproporcionadamente la importancia a la imposición indirecta.

Hay variantes del IVA que se han aplicado en diversos países. El IVA de tipo consumo permite deducir de las ventas todos los bienes y servicios usados como insumos, incluidos los bienes de inversión. El IVA de tipo producto no permite la deducción por inversiones. Y el IVA tipo ingreso permite la deducción de la depreciación del capital. El CETU, al hacer deducible y garantizar el reembolso al comprador del impuesto cubierto por los productores de los insumos y hacer otro tanto con las adquisiciones de bienes de capital, precisamente llena todas las características de un IVA de tipo consumo.11

El CETU obligará a las empresas o personas a cubrir una tasa única (16% o 19%) sobre sus ventas menos algunas deducciones. El sujeto serían las empresas y el objeto el valor agregado de las mismas, como ocurre con el IVA. La base impositiva sería también equivalente a la del IVA, es decir, la enajenación de bienes, la prestación de servicios y el arrendamiento de bienes, a lo que se deducirían las inversiones para dejar como residuo el consumo.12 El impuesto fijaría un límite mínimo a la recaudación resultado de comparar el gravamen del CETU y del Impuesto Sobre la Renta (propio y retenido) con la obligación del causante de enterar el que resulte mayor.

En consecuencia, se plantea un sistema híbrido que cancela por lo pronto las ventajas de la simplificación administrativa, pero que poco a poco liberará a los causantes de la progresividad del gravamen a la renta a cambio de un impuesto trasladable que no distingue la magnitud de utilidades o ingresos de las empresas o personas, no concede las desgravaciones del IVA a alimentos y medicinas, ni las del Impuesto Sobre la Renta a las contribuciones de la seguridad social, o las de las prestaciones laborales, mientras sustituye el crédito al salario por un subsidio al empleo con beneficiarios diferentes. De otra parte, elimina el Impuesto al Activo y reduce el peso de los regímenes tributarios privilegiados (especiales), aunque crea los propios (desgravación inmediata a las inversiones).

Las irrefutables semejanzas con el IVA en términos de base, objeto del impuesto y el modo de cálculo, lo tipifican con un impuesto indirecto. Curiosamente, en la exposición de motivos del proyecto de ley, se le califica de impuesto directo. En consecuencia, se arriesga la presentación de solicitudes de amparo, aduciendo inequidad y doble imposición ante la Suprema Corte de Justicia.

La finalidad distintiva de los impuestos directos es que las personas o empresas con igual capacidad de pago (equidad horizontal) tributen lo mismo, mientras aquellas con mayores capacidades tributen más (equidad vertical). Ello obliga a individualizar la situación tributaria de cada causante, creando complicaciones administrativas inevitables. Así se evitan distorsiones en la incidencia final del impuesto al dificultar la transferencia de las cargas a terceros, como ocurre fácilmente en los gravámenes indirectos. Las tasas de estos últimos, al ser únicas y de aplicación general, al no distinguir la situación específica de los contribuyentes, resultan regresivas por obligar a pagos idénticos a causantes con utilidades o ingresos muy distintos. Por eso, en todas las latitudes, el impuesto a la renta guarda una larga y fructífera asociación con la democracia, esto es, con los objetivos igualitarios de la justicia social, con la abierta participación ciudadana en la orientación de las políticas públicas.

Al imponerse gravámenes indirectos al consumo, suben los precios y se reduce la cantidad producida o comercializada. El CETU no es un impuesto a la renta empresarial y puede repercutirse. Y si excepcionalmente no ocurriese así, debido a la estructura de algunos mercados, sus efectos depresivos en el empleo resultarían magnificados sobre todo en las pequeñas y medianas empresas sometidas a una competencia externa inmisericorde en un mercado interno disminuido.

Ciertamente, el CETU aligeraría las penurias financieras del Estado, podría constituirse en un impuesto de control a la elusión estratégica de las empresas y, si en verdad fuese factor relevante —que no lo es—, haría más competitivo el sistema tributario mexicano en el exterior o promovería el ahorro.13 Por contra, el CETU acentuaría las cargas regresivas a los estratos bajos y medios de la población, mientras dejaría intocada a la elite económica o la beneficiaría con la traslación del CETU. En efecto, gravaría a la enajenación de alimentos y medicinas más pesadamente que su incorporación en el IVA —16-19%, frente a 15%— y sometería a doble imposición indirecta a las ventas del resto de los sectores nacionales productivos, restándoles competitividad externa. Habría, en consecuencia, un impacto recesivo doble en el mercado interno: por la merma en el poder adquisitivo de los consumidores y por el efecto indirecto del desempleo en empresas medianas y pequeñas desplazadas por las importaciones e incapaces de trasladar el gravamen. Ello se añadiría a la probable caída de las exportaciones petroleras y a la atonía de la economía norteamericana.

Por lo demás, los impuestos progresivos constituyen un corrector contracíclico interconstruido. En efecto, aumentan o disminuyan más que proporcionalmente la carga impositiva según se intensifique el crecimiento o priven circunstancias recesivas. Esas características no las poseen los tributos indirectos por seguir a la evolución del producto en términos estrictamente proporcionales.

Por ser fácil de trasladar, el CETU tendrá seguramente efectos inflacionarios ampliados que se sumarían a las significativas alzas de precios de los granos y de buena parte de la cadena alimenticia, así como de la espiral ascendente de otros minerales y materias primas (energéticos, hierro, acero, cobre, aluminio). Por tanto, posiblemente induciría medidas económicas restrictivas —alzas en las tasas de interés, contención del gasto público—, que en conjunto seguirían frenando desarrollo y empleo.

De otro lado, parece poco probable, en condiciones cuasi- recesivas y acaso inflacionarias, que la inversión nacional repuntase autónomamente. Aquí cabe apuntar que la calificación —oficial que no académica— del CETU de impuesto directo, lo descalifica para ser reembolsado a los exportadores, como sucede con el IVA, y ello se traducirá en rémora a la competitividad de las ventas foráneas. En sentido análogo, la aceptación de la compensación del CETU entre países en los tratados de doble imposición a la renta empresarial tropezará con el inconveniente de ser en realidad un gravamen indirecto al consumo. Por lo demás, es de sobra conocido que los estímulos fiscales al ahorro y la inversión producen por sí mismos pocos efectos promocionales efectivos. A título ilustrativo adviértase como en Estados Unidos el ahorro ha declinado sustantivamente a pesar de las enormes desgravaciones concedidas en años recientes.

Conforme a la experiencia internacional y la necesidad interna de salvar la dependencia del petróleo, el financiamiento del abasto fluido de bienes públicos exigiría al menos duplicar el peso de las recaudaciones propiamente impositivas del 10% al 20% del producto. Lograrlo implica transitar un difícil y largo camino en el futuro. Descansar, como se quiere, en un solo pilar impositivo, el de los gravámenes indirectos, dañaría estructuralmente la elasticidad del conjunto del sistema tributario. Por tanto, ello obligaría a un continuo debate tributario, políticamente azaroso, al forzar el aumento repetitivo de tasas impositivas —pese a los inconvenientes señalados en la propia exposición de motivos del CETU— o la multiplicación de los gravámenes existentes. Siempre se pueden idear paliativos. Reducir la exención al gasto de capital de las empresas y acrecentar al subsidio al empleo o revivir el crédito fiscal a los salarios, reducir la tasa del 16-19%. Sin embargo, esas posibilidades tienen la desventaja de socavar el impacto recaudatorio del nuevo gravamen, sin remediar la inclinación de la reforma a descuidar los problemas distributivos y del crecimiento de la sociedad.

En suma, la propuesta del ejecutivo sigue fiel a la orientación de la política socioeconómica del último cuarto de siglo que no satisface las metas de desarrollo exportador ni las de la justicia social. Quizás por eso no acierte a procurar la necesaria equidad legitimadora del régimen impositivo ni a reducir los escollos al fortalecimiento del mercado interno. Y quizás también su posible enmienda de fondo o rechazo fuerce a todos los partidos políticos a compartir las responsabilidades impopulares que han tratado de eludir.
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