martes, 23 de septiembre de 2008

La inmortalidad del impuesto progresivo




















Publicamos en esta oportunidad a James A. Dorn, quien es Vice-presidente para Asuntos Académicos de Cato Institute y un liberal ortodoxo. Aunque en nuestra antípoda, este némesis ideológico desliza algunas ideas sugestivas contra la progresión del impuesto a la renta en los Estados Unidos. Curioso ¿no? ahora
que emergen los fantasmas del crack en el epicentro del capitalismo mundial,
¿ a quienes apelan los liberales? si no al propio Estado para el rescate financiero
de la bancarrota propiciada por la irresponsable des-regulación de los mercados que ellos alentaron con singular manía. Expertos en alentar la maximización de los beneficios privados, a la hora de las pérdidas, los liberales como Dorn, sí pregonan la socialización de éstas. Y ustedes se preguntarán de dónde saldrá el paliativo fiscal en gran medida, sino de los impuestos progresivos que tanto maldice nuestro columnista de hoy.

La inmortalidad del impuesto progresivo
Por James A. Dorn

En 1848, Karl Marx y Friedrich Engels propusieron la instrumentación de un impuesto progresivo para "despojar de modo gradual a la burguesía de la totalidad del capital, transfiriendo al Estado todos los instrumentos de producción". Aunque el comunismo fracasó, persiste la idea del impuesto progresivo como manera de alcanzar la "justicia social". El impuesto progresivo viola el alma de la Constitución de Estados Unidos.

Nuestro gobierno constitucional se basa en el principio que los individuos son iguales ante la ley, que la aprobación general es la base de leyes justas y que el poder del gobierno está estrictamente limitado. Ninguno de esos principios se ajusta a la imposición de un impuesto a la renta con tasas progresivamente más altas. Es hora de denunciar la pretensión moral del impuesto progresivo y acabar con un sistema impositivo socialista que ha corroído la libertad personal y económica.

Antes de la promulgación del la Enmienda 16 de la Constitución en 1913, la Corte Suprema declaró inconstitucional todos los intentos anteriores de legislar un impuesto sobre la renta federal. No había apoyo popular para tal impuesto. Cuando el Congreso aprobó la primera ley de impuesto sobre la renta en 1894, el New York Times la llamó "viciada, injusta, impopular, desatinada y socialista" y el Washington Post se refirió a la ley como una "abominable y monstruosa calamidad".

La Constitución y la justicia requieren que a todos los individuos se les dé el mismo tratamiento bajo la ley y que la ley misma sea justa. Un impuesto progresivo que discrimina contra individuos simplemente porque tienen mayores ingresos se basa en un precepto arbitrario que jamás lograría aprobación universal. La minoría jamás aceptaría ser esclavizada por la mayoría. Como no hay manera objetiva de medir la justicia social, no hay límite a la redistribución bajo un sistema impositivo progresivo. Bajo tal sistema ni las personas ni la propiedad están protegidas. En "Los fundamentos de la libertad", el Premio Nobel F. A. Hayek escribió: "La progresión no ofrece criterio alguno que permita distinguir lo justo o injusto. No establece hito alguno para detenerse. Ese 'buen juicio' de la gente, al que aluden los partidarios del sistema como única defensa, no es sino mero estado transitorio de opinión, formado por los últimos acontecimientos".

Hayek tenía razón, mientras que Marx y Engels estaban equivocados. Sin embargo, conservadores y liberales caen en una trampa populista al tratar de justificar un impuesto progresivo en base al deseo de la mayoría. Elevar valores democráticos por encima de los derechos individuales para alcanzar la igualdad de resultados viola las reglas de conducta justa que son elfundamento de la sociedad libre.

Un impuesto de tasa única es consistente con la seguridad jurídica y el principio de no discriminación. Todo el mundo paga la misma tasa en su ingreso sujeto a impuestos y los ingresos provenientes del trabajo y de la inversión son pechados de la misma manera; no se aplican dobles impuestos a los dividendos ni a los intereses. Y si el impuesto de tasa única se aplica al consumo en lugar de a los ingresos, desaparecería la predisposición actual contra el ahorro, aumentando así el crecimiento económico.

Un beneficio importante del impuesto de tasa única es que haría visible el costo de toda expansión gubernamental, especialmente si existe la obligación de equilibrar el presupuesto. Habría entonces un incentivo para comparar el costo y los beneficios de los programas oficiales. Por el contrario, bajo el sistema de impuestos progresivos hay más bien una tentación constante a aumentar las tasas de impuestos que pagan los ciudadanos productivos para financiar nuevos programas.

El impuesto progresivo no es una virtud sino un vicio. Presume que los derechos de propiedad de los ricos no son tan sagrados como los derechos de propiedad de los pobres y que los valores de la mayoría están por encima de los derechos de la minoría. La envidia y no la justicia es la base de este impuesto discriminatorio. Si permitimos a la mayoría debilitar los principios constitucionales en nombre de la justicia social, perderemos tanto la libertad como la verdadera justicia. "La ley es el tejido de la sociedad civil y la justicia es la igualdad bajo la ley", escribió Cicerón. Si vamos a lograr restaurar la sociedad civil progresando del socialismo fiscal a la justicia fiscal, tendremos que instituir un impuesto de tasa única y limitar el tamaño del gobierno. De otra forma prevalecerán la guerra de clases y el Estado Providencia.

CUANDO EL ESTADO TIRA EL SALVAVIDAS










"La desregulación afiebrada e ideológica ha implosionado y se ha revelado ineficaz, incompetente e irresponsable. Ha significado, en la generación de la crisis, la extrema privatización de colosales ganancias para sus operadores y, en la solución del desastre que ha creado, la socialización de las pérdidas también en magnitudes colosales."

La crisis financiera mundial y el fracaso del neoliberalismo desregulador
Por: Manuel Rodríguez Cuadros

Al anunciar la más grande intervención de su gobierno en los mercados, como la única solución a la crisis financiera, el Presidente Bush justificó la estatización de gran parte del sistema financiero norteamericano, señalando que “el riesgo de no actuar sería mucho mayor, más presión sobre nuestros mercados financieros causaría pérdidas de empleo masivos, devastaría las cuentas de ahorro de las pensiones, erosionaría más aún el valor de las casas y secaría la fuente de los préstamos para nuevas casas, coches y estudios. Son riesgos que los americanos no pueden permitirse”.

A partir de esta decisión y con el consenso negociado de los demócratas, el gobierno norteamericano a través de una agencia estatal anticrisis adquirirá las hipotecas “tóxicas” (impagables) de los bancos hasta por un valor de 700 mil millones de dólares. A esta cifra hay que añadir 900 mil millones de dólares del presupuesto nacional que la Reserva Federal utilizó para adquirir los activos de las agencias Fannie Mae y Freddie Mac, tomar el control de la aseguradora AIG –la número uno del mundo– refinanciar y otorgar garantías a las hipotecas con riesgo de no pagarse, otorgar un crédito de salvación a Morgan Stanley y comprar Bearn Steearn. El paquete de intervención estatal en los mercados financieros, que se suponían eficientes y transparentes y se revelaron ineficientes y transgresores del riesgo moral, llega así a más de 1.6 billones de dólares. El 15% del PBI norteamericano. Esto sin contar el costo de las intervenciones de los bancos centrales europeos en su propio sistema financiero, contagiado por las hipotecas subprime.

Llega, así, a su fin el fundamentalismo neoliberal que durante 30 años pregonó la desregulación extrema de los mercados. La desregulación afiebrada e ideológica ha implosionado y se ha revelado ineficaz, incompetente e irresponsable. Ha significado, en la generación de la crisis, la extrema privatización de colosales ganancias para sus operadores y, en la solución del desastre que ha creado, la socialización de las pérdidas también en magnitudes colosales. El desastre que han producido los ultraliberales en economía y neoconservadores en política, lo paga ahora inocentemente el ciudadano y el Estado norteamericano.

La adquisición estatal de los activos contaminados permitirá que el estallido de la burbuja financiera no conduzca al desplome de la economía real. Y eso es bueno. Pero la superación de la crisis tomará un tiempo. Los expertos señalan que la fase aguda de afectación de los mercados financieros se prolongará hasta el tercer trimestre del 2009. Y terminará probablemente a fines del 2010. Pero su fase crónica “double dip o triple dip” (doble o triple recaída) puede abarcar un periodo de seis o siete años.

John McCain que impulsó y se comprometió con la doctrina neoliberal de la desregulación, hoy abjura de ella –creo sinceramente– reclamando una sensatez macroeconómica que revalorice la regulación estatal. Barack Obama, limpio de compromisos con la intervención en Irak y el pensamiento económico neoliberal, con honestidad, releva a su adversario de toda responsabilidad directa en la crisis. Pero recuerda que la culpa es de la “filosofía económica que él defiende”. Obama coincide con Bush en la creación de la agencia estatal anticrisis, pero plantea con inteligencia y sensibilidad una diferencia fundamental. “No hay que socorrer sólo a Wall Street (las finanzas), sino también a Main Street (la economía del ciudadano de a pie).